viernes, 30 de noviembre de 2007
jueves, 29 de noviembre de 2007
Autopistas / Laberintos
Mi vida me parece una línea recta. Una línea recta donde las bifurcaciones y salidas están perfectamente señalizadas, como en una autopista recién hecha en la que cada paso está previsto y bien trazado sobre el mapa. Pero es una recta que recorro con los ojos tristes. ¿De qué sirve que el camino este marcado? ¿Para qué quiero señales si no he aprendido a seguirlas? Puede que haya un camino acertado y una línea de meta que cruzar si vas por él, pero ¿para qué? Quien vuela a mil por hora por su autopista trazada con escuadra y cartabón corre el riesgo de olvidarse de la meta, de perder su norte, de olvidarse del camino. ¿Por qué no buscar otra vía? ¿Una carretera secundaria que quite monotonía al viaje? ¿Las callejuelas de una ciudad desconocida donde convertir la recta en laberinto? Sé que algunos caminos son lisos y sin baches y, perezosa como soy, seguramente acabaré tomándolos. Pero me gustaría tener la alternativa de buscar una senda retorcida de vez en cuando, disfrutar de un camino enrevesado, elegir yo misma qué tramos desechar en mi autopista.
Quien sabe, tal vez somos nosotros los que hemos olvidado los recovecos del camino, olvidando los paisajes escondidos. Somos nosotros los que ponemos a cero el cuentakilómetros y pisamos a fondo el acelerador. Es parte de lo que significa ser humano. Nuestras decisiones encauzan la realidad, dejan de lado otras realidades, buenas, malas, indiferentes, fáciles, complejas… ¿Por qué no romper esas autopistas y perdernos en el viaje, y caminar, lento hacia la meta? |
Mi vida no es más que un laberinto. Un laberinto donde los caminos se retuercen a izquierda y derecha, giran sobre sí mismos llevándome a callejones sin salida, a calles cortadas y a desfiladeros imposibles. Pero es un laberinto que recorro con una sonrisa. ¿Qué importa si el camino está cortado? ¿Qué importa si realmente ninguno de ellos lleva a ninguna parte? Tal vez no hay ninguna salida, ni me espera ningún premio mágico en el centro del laberinto. ¿Y qué? Eso no es lo importante. Quien entra en un laberinto esperando solamente encontrar la salida que lo resuelve, no está disfrutando del laberinto en sí. Cada giro es siempre una sorpresa. ¿Acabará allí el camino? ¿Será otro muro más, inatravesable y definitivo? ¿Volverá a una zona ya transitada, en la que veré divertida las migas de pan que allí deje para marcar mi paso? Sé que algunos caminos son accidentados y, precavida como soy, intentaré no tomarlos. Pero siempre puedo desandar algunos de los caminos tomados, elegir otro giro en cada intersección y, en definitiva, elegir yo misma qué ruta sigo en mi laberinto.
Quién sabe, tal vez somos nosotros los que hemos convertido una senda recta entre dos setos en una multitud de caminos retorcidos. Somos nosotros los que creamos nuestros propios minotauros. Es parte de lo que significa ser humano. Nuestras decisiones bifurcan la realidad, crean nuevas realidades, buenas, malas, indiferentes, fáciles, complejas... Si nosotros somos quienes hemos creado el laberinto, ¿por qué no disfrutar de él? |
viernes, 23 de noviembre de 2007
Góngora / Quevedo
martes, 20 de noviembre de 2007
Eterno / Efímero
jueves, 8 de noviembre de 2007
Apatía / Pasión
martes, 6 de noviembre de 2007
Esperó / Llegaba Tarde
Esperó parada junto a los escaparates con la certeza de que no iba a llegar. Se resignó a frotarse las manos para olvidarse del frío, y a buscar una excusa para aguantar aún cinco minutos, por si acaso, aún sabiendo que no había nada que esperar. No era la primera vez. No sería la última. Pero a veces luchamos por romper una certeza, por que lo que sabemos con seguridad se convierta en sorpresa, por poder sonreír, aunque solo sea una vez, mientras reconoces: “Me equivoqué”. Pero los cinco minutos más se convierten en diez y los diez en veinte y los veinte en lágrima. En lágrima ante la incertidumbre de no saber que se hace cuando no toca esperar.
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Nervioso, mirando en su muñeca constantemente a las acusadoras agujas del reloj, se abría paso entre las multitudes que colapsaban el metro, apartando, casi con violencia, a la gente que entorpecía su marcha. Cualquier excusa sobraba. Llevaba más de veinte minutos de retraso en el día más importante de su vida. Casi podía sentir como el flamante anillo quemaba en el bolsillo de su cazadora. Había tenido que poner la ciudad patas arriba para encontrarlo, y no había sido capaz de encontrar el anillo perfecto hasta el último momento. Sabría compensar su torpeza. La amaba con locura. Subiendo las escaleras, la vió en la distancia...
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