lunes, 31 de marzo de 2008

El Mar de Tus Ojos / Ojos de Sol

Te busco, desesperado, como un hombre busca la moneda al oír el tintineo de su caída. Intento bucear sin éxito en el océano negro que llena tus ojos, sondeando cada tormenta que los sacude, descubrir en ellos una señal, una X gigante que marque el lugar donde se esconde el tesoro de tus pensamientos. Una y otra vez puedo ver el agua que esconden, las olas inquietas bajo tu pupila y la marea. La marea de sentimientos que me tiene atrapado desde hace meses, tirando de mí y empujándome sin miramientos, como una botella de plástico que queda en la playa húmeda por las noches, para volver a ser arrastrada al vaivén a la mañana siguiente.

Igual que el pez no es capaz de entender el mar en el que vive, yo no soy capaz de entender qué quieren decirme tus ojos. Veo en ellos el negro y el blanco, la luz y la oscuridad. Me matan, y me dan la vida. O tal vez no. Tal vez no sea más que un espejismo marítimo sobre el horizonte. Tal vez lo único que me dicen tus ojos es que te resulto indiferente. Y el resto... se lo llevan las olas.


Sarg

...dirás que la excusa es la mía, y es cierto. Echo de menos el sol de tus ojos entre tanto día gris. Me gustaría escuchar otra vez esa risa que lo envuelve todo y que lo contagia todo, y que lo convierte todo en algo mejor. Pero, no lo niegues, tú también echas de menos Madrid. Te gustaba el estrés de sus calles, por mucho que lo odiases. Te gustaba cuando íbamos de compras al Mercado de Fuencarral, aunque nunca comprásemos nada; te gustaban las aglomeraciones entre los puestos de belenes de la Plaza Mayor, te gustaban los batidos de El Tranvía y los helados en el Parque del Oeste. Y a mí me gustaba el sol de tus ojos cuando íbamos a ver atardecer al Cerro de los Locos... el sol de tus ojos era entonces lo mejor de Madrid...









Vir

miércoles, 19 de marzo de 2008

Pesadilla / Sueño

Miedo. Un terror frío en la noche. La inseguridad de esos momentos pálidos y temblorosos. El sudor en la frente, signo de un sobresalto en medio del sueño. El corazón palpitante, a galope, taquicardia nocturna. Y las sábanas, arrugadas, deshechas, testigos mudos de otra noche agitada. Y tú, desorientada: Como un barco en medio de una tormenta, como un molino de viento en un huracán. Fuera de lugar. Lejos de improviso de un dulce sueño y en medio de una terrible pesadilla. Los ojos ya enrojecidos, antes de la madrugada. Mucho antes de la madrugada, con la oscuridad aún tras las persianas cerradas. La sangre estridente en los oídos. Poco a poco, la tranquilidad, la paz y, finalmente, de nuevo el sueño.

Sarg

Paz. La calma como una brisa sobre la espalda. La seguridad del sol brillante y firme de agosto. Marcas de la almohada sobre la cara tranquila que sueña. Apenas latidos ni golpes, ni sangre a borbotones de la vida. Y el cuerpo relajado e inmóvil sobre sábanas estiradas con olor a cama recién hecha. Y tú ajena al mundo: como las olas después de que suba la marea, como la hierba que nunca pisarán unos pies. Fuera de la realidad. Lejos de la pesadilla del aquí y el ahora, en el centro de un dulce sueño irreal. Los párpados temblorosos con los primeros rayos del sol. Más allá de la oscuridad de la noche, con las luces amarillas que atraviesan las persianas. La sangre de paseo por tu cuerpo. Poco a poco la lucha contra el ruido y, finalmente, de nuevo un despertar.

Vir

sábado, 8 de marzo de 2008

Sirenas

La sirenita nada libre y el mar parece infinito y, sin embargo, hace tanto tiempo que siente que se le quedó pequeño. A ratos, entre ola y ola, cuando baja la marea, se vuelve triste y callada y jura que cambiaría su cola de plata por alas que le llevasen hasta más allá del cielo. Después de todo, serían también una buena excusa para no volver al mar. A su mar que, de tan suyo, empieza a ser desesperantemente conocido, tal vez muy pequeño de nuevo.

Demasiadas miradas para tan poco coral, demasiados reproches por algo que no tiene culpables, que no puede elegirse, que no puede cambiarse. Agita con fuerza la cola para alejarse más y más, pero nunca es suficiente. Nunca basta para llegar hasta donde tú estás, o simplemente para llegar al silencio infinito del mar. Tan lejos de ti y de tu cuerpo, tan lejos de poder mirarte, de poder sonreírte, de poder amarte.

Y, sin embargo, tan cerca de las miradas de reojo, de los susurros a su paso, de ese tratar de ocultar lo que es inocultable. Se sube a aquella roca y recuerda aquella tarde. No lo elegisteis, sólo ocurrió. No se arrepiente, y te echa de menos un día más, y sabe que repetiría, a pesar de todo y de todos. Por ti estaba dispuesta a todo, pero preferiste huir. No te odia, es normal, casi todos huyen, y fue demasiado bonito como para llegar a dejar de pensar en ti algún día. Y maldice otra vez que el mar infinito se le haya quedado pequeño ahora que no estás, ahora que no puede acercarse a ti aunque lo desee, aunque lo pida, aunque lo intente.

Es imposible encontrarte, cuando te fuiste ya lo sabías. Como a ella, solo te queda recordar aquella roca, aquella tarde, aquel sol tibio de invierno. Aquel abrazo, aquel beso, aquellos ojos iluminados. Aquella estampa, las dos juntas, las dos solas, las dos deshechas en caricias, las dos amándoos, las dos a oscuras, las dos sin el mundo, las dos tranquilas, las dos felices, las dos en silencio...


Vir

La científica pasea a la orilla del mar, con su blanca bata de laboratorio contrastando con sus pies desnudos, la arena mojada de la orilla metiéndose interrogante entre sus pequeños dedos. Mira al mar con el ceño fruncido, como exigiéndole respuestas, como si buscase algo en concreto en la infinita masa de agua salada. Sus ojos se entornan inquisitivos bajo las gafas de fina montura, luchando contra el resplandor que el sol del atardecer refleja sobre las olas del mar. Sacudiendo la cabeza, se aleja lentamente de la orilla, perdida en sus pensamientos. La bata se mece lánguidamente al viento cuando empieza a subir por la escalera tallada en la roca del acantilado. Titubea, se gira una vez más hacia el mar. Y sigue observándolo.

Ella también recuerda esa tarde de invierno en la que su vida cambió para siempre, en la que todas las rígidas leyes que gobernaban su mundo se desmoronaron. Recuerda nadar sola en el mar, como hacía todas las tardes. Recuerda la roca. Recuerda el abrazo en la oscuridad mortecina del atardecer, un atardecer muy similar a este. Recuerda cómo tapaste con un dedo sus labios cuando intentó hablar, fusilarte a preguntas, apagar su sed de porqués y cómos con explicaciones y razonamientos. Recuerda sobre todo el tacto de tu piel, sorprendentemente seca bajo el salpicar de la espuma de las olas.

Huyó, incapaz de enfrentarse a algo que era tan diferente a lo que su visión realista del mundo le había mostrado durante su vida. Pero no tardó en torturarse, en echarte en falta, en sentir que debía hacer algo. La tierra se le quedaba pequeña, y no podía dejar de mirar con anhelo al mar, deseando encontrarte, hablarte, sentirte, amarte.

Con un largo suspiro, la científica emprende el camino por las escaleras. Acaricia con cuidado las agallas sintéticas en su cuello, una pequeña maravilla de la ingeniería genética, la obra maestra de toda su vida. Y piensa que dentro de poco, cuando su investigación se haya consolidado por fin, podrá volver a sentir tus manos sobre su espalda.


Sarg

Arte by Marta

lunes, 3 de marzo de 2008

Luchar / Rendirse

Yendo siempre hacia delante, sin retirada posible, sin rendición. Apretando los dientes, notando el cráneo reberverar con el salvaje traqueteo de las ametralladoras pesadas MG08, cuyas salvas asesinas rasgan el aire alrededor. Saltando una trinchera abandonada, llena de cadáveres, mientras esquiva los fragmentos de metralla que llueven frente a él, lanzados por un proyectil de mortero. Ajustándose el casco, evitando el alambre de espino que pretende enredarse en sus embarradas botas. Apartándose de manera disciplinada cuando el temblor del suelo anuncia el paso de las 28 toneladas de un gigantesco Mark IV, arrasando todo lo que se encuentra a su paso. Sudando con un terror frío que atenaza sus sentidos, pensando constantemente en la posibilidad de un bombardeo. Agarrando con fuerza su rifle Lee-Enfield. Aproximándose a la siguiente trinchera, oyendo los gritos de la batalla cuerpo a cuerpo. Liberando la bayoneta del rifle, preparándose para atacar a los alemanes.

Muriendo... ¿como un héroe? ¿O como un cobarde? La muerte no distingue, no sabe de condecoraciones. No le importan las medallas de latón que cuelguen de tu uniforme, ni la experiencia de los combates anteriores. Cuando los proyectiles de cloro y fosgeno cubren el campo de batalla con su letal contenido, la muerte no distingue entre franceses, ingleses y alemanes. Todos se apagan como velas al viento, y esa noche la muerte se da un festín con la atrocidad de la guerra.


Sarg

Pero el fuego cruzado termina, y hay unas horas de descanso y de tregua. Y comprueba incrédulo que, una vez más, sigue vivo. El ruido metálico de las balas se ha instalado en su cerebro y se repite incesante. Hace varios días que ese maldito sonido apagado de los cuerpos al caer no le deja dormir. Así que decide rápido, sin entrar en raciocinios ni divagaciones morales, casi ajeno a sí mismo, como se hace todo en la guerra. Entre las tiendas de la base nadie hace caso a su figura ausente y a su cara enajenada, nadie parece ver sus botas estrellándose en la tierra seca, dejando atrás campamento y fuegos, y hasta el gastado subfusil. Monte arriba, lejos del camino, arrastrándose entre la maleza y sangrando dolor y odio y asco -sobre todo asco- escupe y blasfema para olvidar la cara de los alemanes. Y la de los franceses y los ingleses. Y la suya propia.

Abandonando… ¿como un cobarde? ¿O como un héroe? El cielo que huele a pólvora y sangre no distingue medallas. Se arranca las suyas, todas, y las entierra a mil metros, junto a los combates anteriores. Cuando llega el día está tan lejos que no puede ver ni oír los proyectiles, y se siente culpable y miserable por haberlos disparado algún día. Y libre. Desertor, pero libre. Y un paso más cerca de llegar hasta la paz.


Vir