Lluvia
Huele a lluvia. A barro mojado y remojado una vez más. Al viento azotando los cristales empapados, desgastados, siempre fríos. A gotas resbalando al otro lado de la ventana, como un lágrima que escapase de tus ojos y tocase mi alma y atravesase mi piel. Huele a días grises de invierno, pero no a tormenta, que se pasará enseguida. Huele a la estación de las lluvias en África, a los calcetines constantemente mojados, a los neumáticos que resbalan sobre el asfalto pegajoso, como arrancando el alquitrán en cada rotación. Huele a pena. A estaciones de metro con servicio interrumpido. A alcantarillas que rebosan, que llevan hacia fuera lo poco bueno que quedaba escondido, seguro bajo tierra. Huele a miedos de tsunami, a miedos de ciénaga, a miedo de coches atrapados en un lodo que no existe en la ciudad. Huele a oscuridad y a incompetencia. A la impotencia del vacío y a las ausencias y a las carencias. Huele a botas de goma pisando los charcos. A armarios cerrados, doblados por la humedad. A leña que no prende y que se cubre de musgo. A aceras de losetas que resbalan. Huele a cansancio. A un día entre semana. Huele a persianas cerradas, a mensaje en la botella, a manos agrietadas por fregar con lejía, a sinopsis. Huele a colillas y granizo. A naranjas caídas del árbol. A pelo y a piel y a saliva. Huele a rechinar de dientes, a escalofrío, a nevera desenchufada. Huele a niebla espesa, de esa que cala, que se cuela en el cuerpo. Huele a lluvia, a lluvia, nada más.
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Huele a lluvia. A ozono y a tierra recién mojada. Al viento meciendo las cortinas de la ventana entreabierta. A gotas repiqueteando suavemente sobre el alféizar metálico, creando una melodía de xilófono improvisada. Huele a tormenta de verano, de las que sacuden el aire con espasmos eléctricos. Huele a la vegetación del parque bebiendo feliz bajo el abrazo de la lluvia, a los árboles moviéndose al ritmo de la tormenta, al romanticismo de las parejas que andan deprisa, abrazados bajo un paraguas. Huele a esperanza. A sentimientos ensalzados por la atmósfera cargada. A manantiales que de nuevo han vuelto a la vida, tras meses desaparecidos por la interminable sequía. Huele a calles convertidas en ríos artificiales, con sus corrientes, sus remolinos y sus oleadas. Huele a nostalgia, a novelas de época y a recuerdos de la infancia. A aquello que ya ha pasado y a promesas para el futuro. Huele al plástico de un impermeable barato. A tu pelo empapado cayendo en mechones sobre tus mejillas. A la risa de los niños que salpican en los charcos. Huele a nuevas oportunidades. A renovación. Huele a las macetas mojadas en el porche, a las sábanas calientes mientras nos acurrucamos en la cama, protegiéndonos de los truenos de la tormenta. Huele a sonrisas, a un pequeño bungalow en la playa calentado por una estufa de carbón, a castañas asadas tomadas en compañía. Huele a nubes grises, de esas que anuncian tormenta y relámpagos. Huele a lluvia, a lluvia, nada más.
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