sábado, 13 de diciembre de 2008

Recetas

Con la boca pastosa por la resaca y los ojos aún entrecerrados, cojo el papel de la receta, que cuelga sujeta de un imán con forma de vaca de la puerta de la nevera.

200 gramos de frustración
1 bol (valdrá el de las ocasiones perdidas)
1 cucharadita de rabia
2 tazas de rechazo

Primero, derretir en un cazo a fuego lento la mitad de la frustración, hasta que arda roja y viva como si fuese odio. Verter la cucharada de rabia y remover lentamente. Ir añadiendo más frustración hasta que la mezcla rebose el cazo, para inmediatamente dejarla enfriar hasta que coagule. Mientras tanto, colocar el contenido de las tazas de rechazo en el bol de las ocasiones perdidas. Comprobamos como está de sal y rectificamos si hace falta. Finalmente, verter el efecto del rechazo sobre la rabia y la frustración y servir frío.

Tiro asqueado la receta a la papelera. Algunos "manjares" desearía no haberlos probado nunca.




Sarg

Con el sabor a sonrisa que deja el roce de dos lenguas en la boca, miro de lejos el papel de la receta que clavó con chinchetas en la pared, frente a mi cama.

200 gramos de risa (puede aumentarse la cantidad al gusto)
1 bol (valdrá el de los guiños casuales)
1 cucharada sopera de sueños
2 tazas de abrazos y caricias

Hervir a fuego lento la risa hasta que vaya transformándose en miradas intensas y en silencios cómplices. Verter el contenido todavía caliente en el bol de los guiños casuales y mezclar con una cucharada sopera de sueños hasta que estos queden tan disueltos que no se distingan de la realidad. Siempre con la masa cerca del fuego para que no pierda calor ir añadiendo poco a poco y en tímidas dosis caricias y abrazos hasta completar las dos tazas. Entonces el plato estará listo para tomar, a ser posible en un lugar cómodo y acogedor. Es conveniente servirlo acompañado de besos, preferentemente en el cuello y en los labios.

Miro la receta divertida: el guiso salió justo en su punto.




Vir

viernes, 5 de diciembre de 2008

Tú duerme...

-Tú duerme, ya veremos si despiertas.

Oyó el crujir de la puerta al cerrarse y sintió un escalofrío. Hacía tiempo que no dormía. Se quedaba traspuesto a ratos, sí, y daba cabezadas para no volverse completamente loco, si es que no lo estaba ya. Pero aquella maldita frase se repetía cada noche. Sus labios la susurraban, dando por hecho que él no podía oírla. Y luego cerraba la puerta despacio y sus tacones tintineaban contra las baldosas del pasillo.

Hacía meses que le vigilaba, y estaba convencido de que no podría escapar. Tarde o temprano no despertaría. Y había llegado a la conclusión de que era mejor no esperar más, así que cogió aire y suspiró, casi de alivio, al cerrar por completo los ojos, al dejar la mente en blanco, al saber que al fin era el momento de descansar. Estaba tan débil que no tardó más de dos minutos en desligarse del mundo real.

Por primera vez desde que llegó a la casa, aquella noche no oyó sus tacones golpeando de vuelta la oscuridad de la noche unas horas después. En realidad, daba lo mismo: cuando decidió abandonarse al sueño sabía que lo más probable era que no volvería a oír nada más.

Vir

-Tú duerme, ya veremos si despiertas.

Fue la frase que la muerte susurró en sus oídos tras el accidente, con su cuerpo debilitado por la pérdida de sangre, y su mente sumida en la neblina de la semi-inconsciencia. Cansado y derrotado, cerró los ojos, consciente entre sus delirios de que probablemente fuese la última vez que los cerraba, y de que el recuerdo que se llevaría a la tumba sería el de la luna delantera astillada y rota.

Soñó durante meses. En ocasiones veía figuras, sombras de su propia vida. Creía oír voces que le hablaban, que le animaban, e intentaba despertar de su sueño crepuscular, sin conseguirlo. Otras veces parecía hundirse en un pozo sin fondo, alejándose del mundo. A veces los sueños eran grotescamente abstractos, formas y colores serpenteantes. Y, a menudo, soñaba con la muerte que le visitó aquel día.

Un día abrió los ojos y terminó su sueño. Una nube de doctores revoloteó sobre su cama, pero él no les veía. Sólo tenía ojos para la figura esbelta y femenina de la muerte, mirándole al pie de su cama, y hablando sólo para él con una misteriosa sonrisa: "Esta vez tuviste suerte. Volveremos a vernos".

Sarg