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Luna quiere salir del avión atravesando el techo, y mantenerse flotando entre las nubes, en cielo de nadie, en lugar de aterrizar en un aeropuerto frío en mitad del continente. Luna tiene el pelo negro y los ojos se le secan si está lejos del mar o si está lejos de las nubes, así que aunque nunca ha estado, ya sabe que no le gusta Viena. Luna vuela sola, pegada a un asiento con demasiados cinturones de seguridad, y lucha por desabrocharse y volar con sus propias alas, que son alas reales de ángel y que no se derriten si se acerca mucho al sol. No sabe quién le espera abajo, pero sabe quién no estará: ni mamá, ni papá, ni ninguna cara conocida. Dicen que es mejor así, que es lo mejor para ella. Por eso Luna no ha llorado ni siquiera un poco, y tampoco miró atrás antes de subirse al avión. No tiene miedo a las alturas, porque desde siempre ha vivido más allá de la atmósfera, con sus ojos redondos de cráter y su sonrisa imperceptible. Pero a pesar de todo el avión aterriza y Luna cae con sus zapatitos redondos en un punto indefinido de un suelo aún no explorado. Por suerte, el viento ya conocía sus ganas de salir por los aires: lo primero en volar sin control fue el pelo negro de Luna.
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No quiere levantarse de la orilla, necesita sentir el cosquilleo de las olas romper sobre su pecho. La marea está baja a esta hora y las aguas han dejado al descubierto esa zona de la playa en la que la arena está siempre mojada. Ella reposa medio sepultada por la arena y la espuma del oleaje, dejándose llevar por el azul del cielo y las formas de las nubes, oyendo los juguetones graznidos de las gaviotas y aspirando el inconfundible aroma a sal y algas muertas. Aunque a veces las olas llegan a cubrir sus orejas, no le importa, incluso lo prefiere, ya que de esa forma puede escuchar más de cerca lo que siempre intenta susurrarle el mar. En estas ocasiones siempre se acuerda de él, de cuando paseaba a su lado a lo largo de la orilla, de cuando la regañaba por no planificar el futuro, de cuando le decía, día tras día, que era demasiado soñadora, una cabeza loca, una bala perdida; que nunca encontraría su destino y andaría perpetuamente sin rumbo fijo, perdida. Sonríe recordando esos viejos tiempos. Ahora que no es ni soñadora, ni una cabeza loca, sigue siendo una bala perdida. Por lo menos ha aprendido a no escuchar las quejas y regañinas de nadie. Ahora, sólo escucha los susurros del mar...
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