martes, 24 de junio de 2008

Inocente / Culpable

Señoría, reconozco que puedo caer en el desacato, pero no puedo sino declararme inocente. Puede que todas las pruebas apunten a mi culpabilidad, mas mantengo que son circunstanciales, y como mínimo podría alegarse que el presunto crimen cuenta con circunstancias atenuantes que, a mi parecer, no han sido tenidas en cuenta.

Debo alegar, al menos, un desconocimiento por mi parte de las leyes que rigen este tipo de ofensas. Lo sé, el desconocimiento de una ley no exime de su cumplimiento. Créame, ójala hubiese entendido de forma apropiada las reglas del juego antes de empezarlo. Su señoría sabe que la legislación que regula los intrincados laberintos del corazón es cambiante, confusa, difusa y farragosa, plagada de cláusulas laterales, excepciones, remiendos y demás. Si hubiese sabido a qué me enfrentaba, tal vez nunca hubiese decidido seguir adelante.

Apelo a que sea misericorde en su sentencia. Es innegable que el daño está hecho, que las heridas están presentes, que los corazones necesitarán una larga temporada de rehabilitación, que algunos besos han muerto para jamás volver a la vida, y que se ha insultado el buen nombre de la inocencia. No niego el crimen, eso me lo impediría mi conciencia, tan sólo niego mi responsabilidad directa del mismo.

Hay crímenes que suceden por sí sólos, Señoría. Es lo único que puedo presentar como defensa.

Sarg

La condena fue clara: culpable. No era de extrañar, después de la prisión provisional sin fianza, de los intentos fallidos de pedir la libertad sin cargos, de las pruebas concluyentes. No hacía falta ser abogado, ni juez, ni parte para saber que era delito. Que su risa era delito. Que su mirada era delito. Que su boca y sus brazos y su cuello eran delito.

La sentencia no dejaba lugar a dudas: el lugar del crimen, la reiteración, y la premeditación y la alevosía, todo estaba debidamente probado y contrastado por testigos oculares. Se habían conocido un lunes. Se habían citado un jueves. Se enamoraron un viernes y se acariciaron un sábado. A la vista de todos se produjo el beso, un martes. Había pruebas tangibles de que hicieron el amor -volvía a ser viernes-. Y se escaparon del mundo el domingo. El miércoles era el único día libre de cargos, y ni siquiera: la factura del teléfono así lo demostraba.

Y fue sentencia firme. No cabían recursos ni alegaciones. Nada de protesto señoría. Ni siquiera el amparo del Tribunal Constitucional. Ni autos de La Haya. Ni un hueco en Estrasburgo. Es más, la pena, debido a la gravedad de los hechos, a la conmoción que causaron, a la alarma social y la polémica política, se cumpliría íntegra. Sin condiciones. Con agravantes. Cadena perpetua hasta más allá de la eternidad.

Y así constó en acta. Corroborado, con doble copia, firmado y por escrito.

Vir

jueves, 12 de junio de 2008

Antes de la Cena

Me miraba una y otra vez en el espejo: el vestido azul me quedaba tan bien, y las sandalias eran preciosas, estaba segura de que le encantarían. Llevaba una semana probándome el conjunto cada tarde, sabía que todo iría sobre ruedas. Hasta unas horas antes de la cena.

Seguía allí parada, con el vestido azul y las sandalias, tan perfecta ante el espejo. Inmóvil, como quien no puede creerse el reflejo de su propia vida, como quien no acepta la verdad de las palabras ni las mentiras del viento. Y la ilusión y las ganas se habían convertido solo en miedo y en gritos y en un universo borroso. Guardé las sandalias en la caja, y volví a colgar el vestido azul en el fondo del armario a sabiendas de que, probablemente, no lo volvería a sacar en mucho tiempo. El maquillaje se mezcló con el rimel y dejó surcos negros en la almohada, tatuando la prueba imborrable de una noche de insomnio más. Me sentí vacía y sola al entender que, de nuevo, estaba castigada sin cenar.

Vir

Alisas con cuidado la última arruga del blanco mantel. La oscura habitación parece adquirir un ambiente onírico bajo la luz titilante de varias velas estratégicamente colocadas, arrojando sombras chinescas que parecen bailar y contornearse alrededor de las copas de vino. Los cubiertos han sido situados con esmero, atendiendo al factor estético y a la utilidad práctica. Nada puede estar fuera de lugar, todo debe estar perfecto. En un rápido viaje a la cocina, traes las dos fuentes de la ensalada de foie y jamón de pato que llevas una hora preparando, y las colocas con cuidado en la mesa, dejando a un lado las servilletas. Como último toque de distinción, doblas las servilletas de esa forma que te enseñó tu madre cuando eras pequeño, como suelen doblarlas en los restaurantes de lujo, y colocas una brillante rosa roja en un pequeño jarrón en medio de la mesa. Suena el timbre de la puerta y enciendes la música cuando te acercas a abrir -Canon en Re mayor de Pachelbel para tres violines y violonchelo, una de sus favoritas-.

Abres la puerta, y su radiante sonrisa te dice que no le importa que la mesa sea un tablón sobre una caja, que las sillas sean dos cojines en el suelo, que las servilletas sean de papel, los platos de plástico, el jarrón un simple vaso o que la música suene desde un MP3 en tu portátil. Sus ojos te dicen que, para hacer magia, no hace falta ser un mago, sólo amar con locura.

Sarg

jueves, 5 de junio de 2008

De espaldas / De frente

De espaldas. No te atreves a mirarme, murmuras algo y te alejas. Casi diría que lloras, aunque seguro que lo haces por inercia y sin motivos. Como siempre. Como todo.

De espaldas se te ve más grande y más fuerte y, sobre todo, más frío. Y me dejas pequeña y silenciosa, sin opción a responder, sin opción a ver tus ojos de grafito, tus labios como cicatrices que se abren con tu lengua de veneno.

La soledad va ahondando en el centro mismo de mi estómago a cada paso que das, mientras te alejas, de espaldas.

Tu espalda, que un día me pareció el mundo, no es hoy más que un adiós definitivo. Lo último que me quedo de ti. Tu ausencia. Mis ganas. Me gustaría que te girases un segundo, que dieses marcha atrás, que te quedaras para siempre. Pero te vuelves cada vez más lejano y más pequeño y más difuso. Y la imagen que me guardo eres tú de espaldas.



Vir

De frente. Me miras con descaro, sin decir una sola palabra, y te acercas. Sonríes pícaramente, de medio lado, como si planeases algo prohibido. Como de costumbre.

De frente se te ve tal como eres, pequeña y ágil, y tan cálida. Me haces sentir fuerte y dichoso, con el corazón en la punta de la lengua, perdiéndome en tus pestañas, en tus labios de fresa que prometen besos de los que saben a veneno.

La pasión retumba sobre mi estómago con cada coqueto paso felino que das, mientras te acercas, de frente.

Tu cara, que cuando la miro parece abarcar todo mi mundo, es hoy una sutil invitación. Lo primero en lo que me fijé de ti. Tu sonrisa. Mi calma. Me gustaría que siempre me mirases así, que siguieses siempre avanzando y te fundieses conmigo. Te acercas cada vez más, cada vez más concreta y real. Y la imagen que me guardo son tus labios acercándose a los míos.






Sarg